Ernesto Arellano
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- Mariano Baqués
- Martín Di Paola
- Diego Stigliano
- Matias Waizmann
- Edgar Wallace
- Matías Dinenzon
- Delia Lozupone
- Agustín Soibelman
Biography
Nací en Buenos Aires en 1971.
Soy autodidacta.
Expongo desde 1984. Efectué diversas muestras individuales, como en el CC Rojas (1998), en la Galería de Arte Ruth Benzacar con Cuatro Fábulas (2003), en el CC San Martín donde presenté la serie escultórica titulada Fandom (2005). A su vez, participé en muestras colectivas tales como los ciclos Balance 98 y Panoramix (1998 y 2000, respectivamente) en la Fundación Proa.
En el centro de todo estoy.
En el año 1971, tenía futuro pero, casi de inmediato, se transformó en tragedia. Sobrevivir es una tarea esclarecedora. No solamente la angustia es el común denominador, el sentido de la transgresión que decanta hasta transformarse en un precoz formato moral, también sedimenta las bases de un individuo. Por eso el arte fue lo único que podía transformar mi realidad.
Si los cuerpos son discurso o imagen es probable encontrar en ideas originales una libertad que no existirá nunca. Por otro lado, mi contacto con lo cotidiano era en esos años un caos en constante compresión. No fui torturado, ni secuestrado, ni encarcelado, que quede claro, pero la violencia centrípeta que asoló la retícula de mi cuerpo me hizo creer en la fuerza teleológica del símbolo, como si yo estuviera más allá de todo síntoma.
Viví de mis fantasías (a las cuales temí). Por ejemplo, imaginaba que alguien construía un robot idéntico a mi madre y la remplazaba en su presidio de la cárcel de Devoto. Mi cotidiano era la agonía de la ”residencia”, como la llamaba Celia. La escasa, aunque fértil pinacoteca de los genios Caravaggio, Picasso, Matisse, Cranach, el Bosco, Vermeer, Raúl Dufí, Delacroix y otros, fueron las ventanas a otra dimensión donde intentaba el orden, el escape de esa asfixia con cada vez menos variables.
Luego de la desaparición de Miguel (mi padre) me resigné a que ya no cabría lugar para una infancia normal en mi vida. Fue de esas certezas contingentes que rara vez llegan a la conciencia y no dejan la locura como alternativa, que me tuve que conformar con la realidad. Era como vivir en una vainilla y flotar en el gran tazón de los monstruos.
Pero esto no es ni mucho ni poco, lo cierto es que finalmente mi madre salió de la cárcel y allí, creo, se me metió en la cabeza esto de ser pintor o artista plástico. Quiero repetirlo: el taller de cerámica y pintura que armaron Graciela (mi madre) y Stella (su amiga del secundario) en 1982, fue el receptáculo de mi libertad.
La primera vez que expuse fue a los doce años. Había ganado un 3er. Premio en un salón organizado por el SARCU (Sociedad Argentina de Relaciones Culturales con la URSS), titulado “Veinticinco años del hombre en el espacio” en alusión a la mentada carrera espacial que brevemente los soviéticos habían liderado, en el cuerpo de Yuri Gagarin. Si pudiera reproducir las cosas que viví en ese momento, una mezcla de euforia y depresión constante, sabría a qué atenerme con la permanente zozobra económica en la que vivo.
Voy a saltearme unas cuantas agonías adolescentes, que si bien tienen que ver con mi obra me son imposibles de sintetizar.
Dibujaba y me dejaba influenciar por el arte argentino. Tuve mi período de instalaciones o de pretender que las instalaciones eran el arte que yo debía realizar. Dibujaba en una rauda locura acercándome al cómic. Una de mis primeras experiencias con este pinchazo conceptual fue en 1993: una versión en lápiz de Meteoro (o Speed Racer). Allí, el famoso piloto japonés de ficción moría en un accidente luego de consumir sendas dosis de anfetaminas y poesía. Se despistaba. Él era como yo me sentía conmigo mismo: alguien fuera de su eje pero consciente de sus fallas y agujeros. Exceso de velocidad, exceso de angustia. Ese es mi algoritmo. La constante referencia a la infancia es el producto de esta geometría.
Recuerdo que Ada (mi abuela) con quien viví me tenía prohibido, delirantemente, copiar dibujos; no se me permitía reproducir nada, mucho menos calcar. Esto era, supongo, porque (ella) creía que la originalidad se daba a partir de una inspiración absoluta. Lo gracioso del caso es que yo quería fervientemente copiar a Astroboy y a Kimba el león blanco (dos animé famosos), por lo que deduje que si le atribuía a mi hermano menor la autoría de ciertos rostros, de ojos en cuya mirada gigante confundiera al responsable, me era factible hacerlos. Fernando lamentablemente accedió y fueron aprobados y festejados los simpáticos ojitos, los cuales acuñó como suyos, tanto que aún hoy en mi familia se recuerdan así. Esta dualidad, esa transferencia distorsiva, fue una constante en la relación con mi hermano y tuvo amargas y desastrosas consecuencias.
Por lo demás, puedo decir que el conocimiento es para mí un valor definitivo, que se teje hasta el paroxismo en cada etapa de mi vida y que, luego de los tres intentos por vía facultativa, me dediqué a estudiar teatro que es en lo único que no soy autodidacta, y es de donde emanan las porciones orgánicas de mi obra, que hoy puedo decir creo que tienen sustento y alimento.
Esa teatralidad no es un aspecto aislado. La obra como una acción, como experiencia trascendente, es un objetivo y un lenguaje. Pero es más, la obra para mí es trascendencia; no en el sentido fáctico implícito en el poder del artista como productor de una estética determinada en su época, sino más bien como reza el poema de Girondo, Pleamar: "Nada ansío de nada/ mientras dura ese instante de eternidad que es todo,/ cuando no quiero nada".
Mover los hilos del cómic en el interior del cuadro y la escultura, tanto el borde concomitante y descriptivo como las esencias que el cómic y la ilustración sustraen de la pintura, es ante todo un happening individual en el que me sumerjo cotidianamente y también materia del conocimiento simbólico. Porque ser artista es una responsabilidad, pese a la frívola unción contemporánea, donde todo vuelo creativo parece brujería del marketing. Responsabilidad porque, al final del camino, esas imágenes que son cuerpo, serán cuerpo de individuos y las ideas, los tornillos del discurso para capturar o liberar sus mentes repetidas u originales.
El artista, por lo tanto, es su origen y su destino. La barra espaciadora del tiempo, en donde se escriben las injusticias o justicias políticas y sociales. Sicarios de la foto de ocasión, los artistas posan para luego ser anónimos de su propio nombre, que es de todos. Tal el paradigma. Más neutro y conspicuo en unos, con grupis y comparsa para otros, pudren o regeneran la realidad o, peor aún, la dejan intacta.
Mi prefacio de hoy, un regodeo y un indicio donde aclarar que invertí el tazón de la infancia y ahora soy yo quien bebe de su leche, aunque siga allí, parado en la vainilla que se deshace.
Vision of art
Mi obra es fundamentalmente cómic, es decir, los personajes que allí aparecen pertenecen a un relato preexistente, como en este caso, en el que, de hecho, representa el final de una saga en donde la protagonista muere. La muerte es uno de mis temas predilectos.
Otras veces el relato “cae” de las esculturas, pinturas o grabados, como en toda la serie de indias, indios, neoindios, etc.
Debo aclarar que soy yo mismo el autor de los cómics en los que me baso.